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EL CRÍTICO



CAPÍTULO 9:
BAILANDO CON JENNIFER LAWRENCE


No me preguntéis por qué, ni cómo, pero he acabado en casa de Marina. Es lunes, última hora de la tarde. He cerrado mi cuarta crítica de la semana, he salido de la redacción, me he subido al coche y me he bajado frente a la casa de Marina. Creo que no os había hablado de su barrio. Veréis, es fácil de imaginar: hileras de casas adosadas, la mayoría iguales (salvo la de aquellos rebeldes que se atrevieron a cambiar el color de la fachada, inicialmente consensuado por la constructora), con pinta de albergar familias felices de matrimonios divorciados e hijos insolentes, coleccionistas de videoconsolas cada cumpleaños, de los que no tendrán que suplicar por un coche nuevo en cuanto se saquen el carnet. Sí, yo también formo parte de un matrimonio divorciado, pero nuestra casa nunca ha mentido en cuanto eso. En aspecto, hacía justicia a la realidad que cobijaba. Incluso cuando la mancharon a huevazos.   

   —Odio tu barrio —digo, echado en el sofá, con tono de abrazar un cojín y hundir mi rostro lloroso en él.

Marina suelta una carcajada mientras pasa todo un cesto de ropa recién sacada de la lavadora a otro cesto de ropa para planchar.

No hace mucho que ha regresado de su negocio de plantas, o de flores. Encontrarse conmigo le ha sorprendido. Imagino que primero esperaba una disculpa por lo de la otra noche. Y yo creo, sinceramente, que ésta es la única forma que tengo de pedirle perdón: venir, sentarme en su sofá y criticar la zona en la que vive. Ya, no sé mucho de mujeres. Pero parece que no le ha dado importancia.

   —Alegra esa cara —me dice—. Hoy estás más serio de lo normal. ¿Alguna peli que no te haya gustado?
   —Bueno, he ido al pase de prensa de una comedia argentina que tenía demasiado de argentina y muy poco de comedia. Pero, no es eso; dos estrellas sobre cinco, y se me pasa. —Tras un suspiro, decido arrancarme—. Es por lo de la otra noche…
   —Tranquilo —me interrumpe rápidamente—. No pasó nada.

Y como si hubiese hecho reaccionar algo en su interior, suelta el cesto de la ropa, toma uno de los mandos que hay junto a uno de sus múltiples centros de mesa con pétalos secos, y presiona el botón de play en dirección al equipo de música que tiene al fondo del salón. De los altavoces comienza a sonar un ritmo salsero, divertido y alegre, que pone banda sonora a la sonrisa que me dedica antes de volver a traspasar ropa de un cesto a otro con un leve, aunque animado, movimiento de caderas.

   —En realidad —añado—, sí que pasó.

Tampoco me preguntéis por qué lo he dicho. Sólo sé que no tenía ninguna intención de desmotivarla en su bailecito. Pero ella se ha detenido, me ha mirado de esa forma con la que intentamos descifrar los pensamientos de las personas que nos importan, me he vuelto débil, vulnerable, y le he contado todo lo que ocurrió después de que saliera de su casa.

Parece un discurso. Me he relatado a mí mismo y tantas veces los hechos, que los suelto como si formaran parte de un discurso. Recordarlo una y otra vez está pasando de ser un consuelo a ser un castigo. Lo peor es que me considero merecedor de ello. Igual no soy tan pesado, como masoquista emocional. Aún así, me detengo en mi hija cuando la menciono. Se me llena la boca hablando de Lara. Me enorgullezco recontando sus logros, y presumiendo de los míos. ¡Porque yo también le he llevado al parque y le he reñido por algún suspenso! Y ahora se me llenan los ojos al pensar que todo eso ocurrió antes de que Begoña, la Bruja, me dejara. Porque la Bruja me dejó. Nos dejó. Y ahora se me vacían los ojos al pensar que las dos me han dejado. Me han dejado.

   —No… no quiero ni imaginar por lo que debes estar pasando. —Detiene la música con el mando—. Si me ocurriera con mi hijo…

«Espera, ¿tiene un hijo?». Saca de uno de los cestos una camiseta arrugada, a rayas, con el escudo de uno de esos equipos de fútbol de primera. La sostiene entre las manos mirando, con ternura, la parte trasera, que tiene serigrafiados el número 10 y un nombre: Miguel. «Ah, sí: segunda cita, ensalada César, niñera, su hermana… Ya recuerdo».

   —Y, ¿dónde está ahora? —pregunto, procurándole evitar malos pensamientos.
   —En el entrenamiento. Su padre es un forofo del fútbol —devuelve la camiseta el cesto lanzándola con algo de genio. La voz le cambia al hablar del padre—, que nos hizo perder un montón de dinero con las apuestas. Menos mal que sólo le dio tiempo a inculcarle el amor por el deporte. —Se detiene un instante, pensativa—. Sabes que tu hija es ya casi una mujer, ¿verdad? No va a tardar en darse cuenta de todo lo que estás haciendo por ella. Aunque tampoco va a poder obviar esa personalidad tuya tan pesimista. Yo la desconocía, no había visto más allá de tu envoltorio antipático; no te ofendas. Pero me alegro de que la hayas sacado a relucir. 

   —¿Te alegras?
   —Sí —responde convencida—. Estoy descubriendo tus capas. Ésta sigue un poco podrida, pero deja entrever un buen fondo. Y eso debes hacérselo saber a Lara. Toda situación jodida, no es jodida para todos. ¿Nunca has escuchado que tienes que ver el lado bueno de las cosas?

«De hecho, la he visto. Bradley Cooper, Jennifer Lawrence y su primer Óscar, Robert De Niro, y Jacki Weaver, a la que, por entonces, no veía desde Animal Kingdom. Curiosos personajes los dos protagonistas. Igual debería comenzar a hacer footing con una bolsa de basura sobre el chándal. O leer algo del jodido Hemingway. O… acudir a terapia».

   —¡Gustavo! —me devuelve a su salón de un grito—. ¿Por qué… por qué haces eso continuamente? ¿En qué piensas?

«Ojalá lo supiera…».

   —En… en el lado bueno de que te quiten a tu hija —miento. No lo hay.
   —Primero, y ante todo —explica con la serenidad de un profesional—, que descubras que no te la han quitado. Y segundo, que hayas venido aquí para desmoronarte, abrirte ante a mí, y dejarte ayudar. Porque, te vas a dejar, ¿verdad?

No abro la boca para responder. Simplemente, le miro fijamente a los ojos, perplejo por su actitud. Y antes de que me dé cuenta, la música vuelve a sonar desde el final del salón, ella me levanta con suavidad del sofá, coloca mis manos alrededor de su cuerpo, y nos balanceamos como dos ancianos que acaban de soltar su andador. Pero es por mí; ella parece saber hacerlo muy bien. 

   —Debes aprender a vivir de la realidad, no de las películas. —me dice casi susurrando, por la cercanía entre ambos.
   —Te sorprendería lo irónico que suena eso ahora mismo.
   —¿Por qué?
   —¿Has visto El lado bueno de las cosas?
   —Siempre lo hago —responde, simpática, mientras continúa conduciéndome.

Y río, porque prefiero hacerlo antes que descubrirle que también se trata de una película. Que ella es Tiffany, Jennifer Lawrence, en su capacidad de sorprenderme y de bailar bailes de salón. Y que yo soy Pat, o Bradley Cooper, sufriendo un posible caso de bipolaridad no diagnosticada. Ahora sí que voy a plantearme seriamente lo de correr vestido con una bolsa de basura. Y a aprender el significado de excelsior. Puedo comenzar, también, a ser menos pesimista, menos peliculero. Y más padre. Dejar de vivir del abandono de Begoña y afrontar, después de tanto tiempo, que las cosas han cambiado, pero no han dejado de tener un lado bueno. Aunque, para ser sinceros, ahora mismo sólo me preocupa una cosa: aprender a bailar. ¿Puedo quedarme en casa de Jennifer Lawrence? No me gusta su barrio, pero creo que ella sí.

   —No sabía que bailaras —digo.
   —Sí, sí que lo sabías —contesta, sin mostrarse molesta—. Te lo escribí en el tercer o cuarto mensaje desde la web. Y aparece entre mis aficiones.
   —Ah. Pues, seguro que ya no se me olvida.

Y mientras seguimos bailando, quizá ya esté viviendo de la realidad.


Escrito por Fran Bailén.